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Verónica Papaleo
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Ojosamorosos

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Escritora

Verónica Papaleo (Buenos Aires-Argentina, 1970) es fotógrafa retratista, Event Planner,  y experta en Diálogo, Comunicación y Relaciones Públicas con más de 15 años de experiencia.

En su país natal abandonó los estudios de Abogacía y Ciencias Sociales en el último año de carrera al conocer Barcelona en un viaje de placer.

Al año siguiente decidió radicarse en España.

Su vida transcurre en la isla de Formentera mientras se dedica a la fotografía, especializándose en los retratos familiares y eventos que cada verano le ofrece la isla Balear.

Su afición a los libros y la lectura le llevaron a obtener la viabilidad para abrir una librería especializada en Barcelona, proyecto que quedó finalmente truncado debido a la crisis surgida en España a finales de 2009.

Después de varias idas y venidas con su verdadera vocación, por fin ve la luz su primera novela.

Novela

“Al regresar a su país para asistir al entierro de su padre, una joven descubre por casualidad, una galería de arte donde se exponen unos cuadros que dibujan los recuerdos de su niñez, y que ella había borrado por un trauma que le cambió la vida a los seis años.
Confundida, se dedicará a buscar el rastro de la pintora, mientras su vida comienza a cambiar, a medida que va recuperando su pasado, en un viaje interior y que además,  la obligará a viajar a otro continente, para obtener así las respuestas que ella necesita.
Los sueños, y todo el universo onírico que conlleva, representarán un papel fundamental en ese singular proceso de auto-descubrimiento, en el que ambas mujeres conectarán sus vidas de forma definitiva.”

1er CAPÍTULO

OJOSAMOROSOS

O DE OJOS

El sonido del silbato se perdió entre la multitud y el tren partió con prisa.
Ella estaba en el andén, con su maleta, pensando qué hacer durante esas tres horas de espera que tenía por delante, antes de abordar el próximo tren que la llevara a su destino. A ese destino que no sabía cómo enfrentar, a esa soledad que le taladraba los poros de la piel y a la que ella se resistía, poniendo distancia.
Su vida acababa de dar un giro sin preguntarle qué opinaba de eso, y claro, el desconcierto le invadía los pocos planes que había intentado guardar en su futuro. Dejaba atrás su casa, su pueblo, sus recuerdos y debía hacer frente a la incógnita de organizar sus días en un país que no era el suyo y que la alejaba aún más de sus añoranzas.
La vieja estación siempre le había parecido imponente. La gran bóveda metálica se alzaba infinita y majestuosa, como marcando las distancias. Esa distancia que parecía definitiva con el mármol de su vestíbulo y el gran péndulo dominándolo todo desde las alturas. Casi todas las estaciones de tren tenían un deje nostálgico que le marcaba los pasos, y la Estación de Francia de la ciudad de Barcelona, irradiaba su melancolía hasta debajo de sus históricos rieles. Solo se divisaba nítidamente al atardecer, cuando los pocos rayos del sol que dejaba pasar la bóveda de metal, iluminaban lo justo para percatarse de ello.
A esa hora de la mañana, los pasajeros que la recorrían caminaban presurosos, sin nombre, buscando el andén que los llevara a su destino.
Sabrina amaba viajar en tren. No podía desprenderse de la idea romántica que conllevaban los vagones, el vaivén acompasado, los paisajes irregulares, lejanos, desfilando por sus pupilas y la magia que encerraba todo eso. Además, necesitaba pensar y despejar su dolor, y el avión la devolvería demasiado rápido al hogar donde nadie la esperaba.
Buscó la consigna para dejar su maleta y después de guardarla cuidadosamente, recorrió con la mirada los bares de la estación. Ninguno le pareció cómodo, así que decidió salir a la calle y buscar alguno cercano.
Cruzó la Avinguda del Marquès de l’Argentera y se adentró en el barrio del Borne. Dos años sin recorrer Barcelona, sin sentir sus olores, su idioma, su ruido a vida, le inundaron las ganas. Amaba su ciudad, con ese amor único de la primera vez.
La mañana estaba clara, como esas soledades que deambulan buscando los colores que vuelvan todo a su sitio. Sus manos húmedas le presagiaban los pasos a seguir y así fue recorriendo la calle del Comerç hasta llegar al Passeig del Born.
En una terraza poco concurrida se sentó a desayunar. Pidió un cortado con la leche bien caliente y un cruasán de mantequilla. Eran cerca de las ocho y media de la mañana y las calles estaban semidesiertas. Los turistas todavía no las habían inundado con sus deambulares y eso era bueno. Quería disfrutar su ciudad a solas, sentir su sonido auténtico, que volvían a convertirla irremediablemente en su lugar en el mundo.
Sabrina se entretuvo mirando una bandada de golondrinas que pasó volando bajo, sobre el techo del antiguo Mercado del Born y recordó que adoraba ver volar las golondrinas en verano.
Se quedaba ratos eternos observando el ir y venir vertiginoso de sus vuelos, las caídas en picado sobre el cielo azul. Pensó que antes, eso la hacía feliz. Y antes, era una palabra que la transportaba a un tiempo muy lejano, casi olvidado y ahora además, de un color gris entristecido.
Levantó la vista y volvió a ver sus giros en el cielo, como si estuvieran empeñadas en contagiarle ese recuerdo. Pero esa mañana, sentada en esa terraza, con un cigarrillo entre los dedos y su mente en blanco, observándolas, no pudo volver a sentir lo mismo.
Decidió caminar un poco.
Aprovecharía el tiempo que aún le quedaba para pasear. Recordó de pronto, que no tenía fotos de aquel barrio e instintivamente sacó su cámara del bolso. Sin flash, con luz natural. En manual, como siempre. A esa hora midió, y la luz le dio 125 de velocidad y 8 en apertura de diafragma. Buena luz, buen momento.
Pagó el café y colgándose su Nikon al cuello, comenzó a andar lentamente. Giró por la calle Rec. Hacía mucho tiempo que no andaba por allí, así que decidió inaugurar lugares a golpe de imágenes. Era una calle ancha, empedrada y con mucha luz, y los negocios empezaban a levantar las persianas, como desperezándose.
Se entretuvo en la esquina de la calle Triangle. El edificio angostísimo que daba nacimiento a ese rincón le inspiró varios planos. La ropa colgando desde las ventanas, las fachadas pintadas con graffitis inentendibles, el cable de la luz que atravesaba la calle con un par de zapatillas colgando. Todo el conjunto visual le daba el efecto que Sabrina buscaba: dejadez, tristeza, colores neutros. Reunidos bajo la óptica, parecían adecuarse a su estado de ánimo.
Después de un rato de disparos compulsivos, se sentó a contemplar sus fotografías en la plaza de La Puntual y encendió un cigarrillo. Todavía tenía una hora y media por delante, antes de la partida del tren. Aún así, decidió no alejarse demasiado.
Se fijó en el nombre de las calles. Todas pertenecían al oficio que antiguamente allí se practicaba. Frente a sus pasos, estaba la calle de los Curtidores que en catalán significaba Assaonadors. La cortaba la calle de los Flassaders, que eran las personas encargadas de fabricar las mantas. Y un par de calles más abajo se dejaba entrever la calle de los Carders que eran los encargados de cepillar la lana. Caminó sin rumbo, disfrutando de esas paredes llenas de historia, dejándose llevar, hasta que unos pasos más abajo, se topó con una callejuela que la hizo detenerse: La Neu de Sant Cugat. Se sorprendió que su pueblo llevara el nombre de una calle de la ciudad condal y sin pensarlo, comenzó a caminar por ella hasta que, casi al final, levantó la vista y descubrió una plazoleta tímida e iluminada que parecía esperarla con sus palomas y sus bancos desnudos.
Justo enfrente, una calle con entrada en arco, le llamó la atención y no pudo dejar de inmortalizarla. Sabrina se movía despacio, girando el ángulo varias veces. Distintos enfoques, distintos resultados. Siempre era mejor así, incluso en la vida, por si algo fallaba. Eso lo había aprendido bien.
Se encontró con la galería de arte, por casualidad.
Divagaba fotografiando palomas que surcaban la plaza, hasta que su nariz respiró otro matiz. La serenidad de las antiguas paredes parecía imponer con su frescura, otro color a ese rincón de la ciudad. Todavía anestesiada por el descubrimiento, decidió observar más de cerca.
La exposición era de pintura. En el escaparate colgaban un par de cuadros distribuidos lateralmente que parecían estar esperando a Sabrina, y con ella, a su asombro. Con calma se acercó al cristal y su primera reacción fue pararse en seco, abrir la boca y no quitar la vista del cuadro que tenía delante. De repente encontró sus ojos deambulando en un tic tac silencioso, desde el primer detalle hasta el último. Las pupilas dilatadas le ofrecían una sensación inesperada, parecida al miedo. No quería seguir mirando.
Le dolían las semejanzas que desfilaban ante sus ojos, ahora llenos de incredulidad. Todo su ser se estaba transformando en una retina saltarina que no paraba quieta en ese gotear de coloridos objetos que tenía delante. Cada uno por separado, le asaltaban el alma, porque poseían el don de evocarle alguna situación vivida.
Sus ojos azules estaban acostumbrados a ese ejercicio. Sabrina tenía memoria fotográfica y esa habilidad, le facilitaba mucho la tarea en su profesión y en algunos momentos cotidianos.
Cada detalle quedaba guardado en su memoria como un sello a fuego y cuando menos lo esperaba, regresaba como un boomerang latiendo en sentido contrario.
No podía ser cierto.
Allí, frente a su mirada escéptica, había un lienzo de unos 80 por 50 centímetros, que la transportaba a su niñez. El tema central del cuadro era una casa en el campo. A su alrededor, y rodeándola en semicírculo, varios árboles y un pozo de agua muy antiguo del que colgaba una hermosa enredadera verde, le hacían compañía. El cielo limpio, de un celeste intenso, le recordaba a la placidez de ese cielo que ella había contemplado esa mañana, al bajar del tren en Barcelona.
Aturdida, volvió a concentrarse en el cuadro. Era la casa de campo de su abuela. La misma casa de campo donde ella había pasado casi toda su infancia. Los mejores años que recordaba del brazo de su nona, seguidos por su padre, que siempre los acompañaba cuando recorrían el huerto y los jardines traseros. Evocó uno a uno los recuerdos más queridos: la brisa del campo al atardecer, el olor a salsa italiana de los domingos, los juegos que su abuela le inventaba solo para ella, las margaritas en el jarrón del comedor. Todo regresaba.
Sabrina volvió a fijar la vista en el cuadro. Estaba pintado en acuarela, con colores pastel, y la casa parecía más grande de lo que ella recordaba. Aunque ahora que se paraba a pensar, no sabía con exactitud si la vieja casa de campo era grande, o si de lo contrario, esas dimensiones se debían a sus ojos de niña.
Así y todo, la debilidad hacia esas escapadas de fin de semana a la que sus padres la tenían acostumbrada, eran uno de sus mejores recuerdos. De esos recuerdos que ella ya no tenía, que no había querido conservar.
Al observar la pintura, la congoja fue tal, que un breve escalofrío le recorrió la piel, y casi automáticamente, se apretó la gabardina beige que llevaba puesta. Centró la vista en el cartel dónde se indicaba el nombre del cuadro y leyó: “Casa de la abuela”.
Retrocedió varios pasos, incrédula.
Aquello que se le presentaba ante los ojos no tenía ningún sentido. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Sabrina era hija única. Y su padre no había tenido hermanos. Su abuela era solo de ella, no había nadie en el mundo que pudiera calificar la casa de su abuela con esa definición, más que ella.
Sabrina siguió recorriendo con sus ojos el escaparate, hasta encontrarse, a la derecha, con el otro cuadro expuesto, de unas dimensiones más pequeñas. La expresión de su cara otra vez se volvió sombría. Parecía como si sus facciones no pudieran articular un movimiento certero. Por un momento, un desasosiego infinito le recorrió el cuerpo.
En el siguiente lienzo, la figura de una niña sentada de espaldas, sostenía entre sus brazos un perro inerte. Era un perro pequeño, de pelaje marrón. Debajo de su cuello, asomaba una melena de león que contrastaba con su apariencia frágil y le abofeteaba su cordura sin piedad. No entendía lo que estaba sucediendo. ¿Por qué sus recuerdos eran asaltados de esa forma tan flagrante?
El perro de su niñez, el único perro que había tenido en la vida, su amado Cachilo, aparecía ante sus ojos casi veinte años después de que un camión lo arrollara y ella lo descubriera muerto en la acera. En un segundo quiso romper a llorar. Se vio como en una foto. Ahí, delante de ella, estaba su espalda, su calle, la melena marrón del cachorro entre sus manos, su dolor….Se llevó los dedos a las mejillas. Unas lágrimas saladas e inoportunas bajaban por su rostro sin que pudiera evitarlo y eso la puso nerviosa.
Atropelladamente se dirigió hacia la puerta, pero se topó con un cartel que rezaba en letras negras: TANCAT.
Buscó el horario y lo halló pegado a la derecha de la cerradura, en un rincón:

Horari:
Dimarts a Dissabte de 9 a 14 / 17 a 20.
Diumenge de 9 a 14.
DILLUNS TANCAT.

Sabrina no podía creerlo.
Los lunes, cerrado. Como casi todas las galerías de arte y museos del mundo. Y su tren partía en menos de una hora de ese lunes de junio, hacia París.
Se dirigió a la acera y miró el letrero:
GALERIA SOLER.
Espai d’Art.
Sin apartar los ojos del pequeño cartel, metió sus manos en el bolso y sacó la cajetilla de cigarrillos. Encendió uno y aspiró el humo lentamente.
Necesitaba pensar. Necesitaba calmarse y encontrar una explicación a todo aquello. Pero no tenía tiempo. En unos cuarenta minutos el tren que partía de la estación de Francia con destino París saldría puntual del andén número 3 y ella tenía que decidir entre averiguar quién había pintado esos lienzos, o subirse a bordo y olvidarse de todo.
Sacó su agenda del bolso y anotó la dirección de la galería con rapidez. Echó un último vistazo a los cuadros, a manera de despedida y comenzó a desandar las calles con pasos rápidos.
Sabrina no estaba segura de lo que estaba haciendo, pero cayó en la cuenta que podía pensarlo por el camino hasta llegar a la estación.
Tardó solo 15 minutos y al cruzar la entrada, se dirigió a la consigna para buscar su maleta. Había poca gente en el andén y observó que el revisor ya estaba comprobando los billetes de los pasajeros que se apeaban al tren. Abrió su bolso y extrajo el papel azul que le adjudicaba el asiento 36A del vagón número 6.
Sabrina lo miró pensativa y se dirigió hacia la puerta. Apretó sus manos contrayendo los puños y sin pensarlo dos veces se dirigió a la salida. Tenía todo el día para encontrar un hotel donde pasar la noche y esperar a la mañana siguiente a que la galería abriera.

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Presentaciones

 

Galería
Presentación "OJOSAMOROSOS" Barcelona

La presentación de la novela «Ojosamorosos» tuvo lugar el jueves 19 de abril de 2018, en Milo Grill Rte., ubicado en el Ensanche de Barcelona.

Estuvo a cargo de la pintora y empresaria Marta Gómez y contó con la actuación musical de Lucila Laske acompañada en la guitarra de Claudio César.

Firma "OJOSAMOROSOS" Sant Jordi 2018

El 23 de abril de 2018, coincidiendo con el lanzamiento de la novela «Ojosamorosos», se realiza la firma de ejemplares en el stand de la Filmoteca de Catalunya, por motivo de la celebración de Sant Jordi, en Plaza Catalunya.

Presentación "OJOSAMOROSOS" Formentera

La presentación de la novela «Ojosamorosos» en la isla de Formentera (Baleares) tuvo lugar el domingo 03 de junio de 2018, en Caminito Rte., ubicado en Es Pujols, Ctra. de La Savina, s/n.

Estuvo a cargo del actor y escritor Enrique Arce.

 

Prensa
TOT SANT CUGAT 11 OCTUBRE 2018

http://www.totsantcugat.cat/actualitat/cultura/veronica-papaleo-publica-el-llibre-ojosamorosos_202814102.html

TOT SANT CUGAT 22 de ABRIL 2019

http://www.totsantcugat.cat/actualitat/cultura/les-novetats-editorials-santcugatenques-per-sant-jordi_1928815102.html

Videos
Entrevista "Zoom Barcelona" para Radio Kanal Barcelona (02/12/2019)




Presentación "OJOSAMOROSOS" Barcelona

Presentación "OJOSAMOROSOS" Formentera

Presentación Enrique Arce «Ojosamorosos»

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